domingo, mayo 15, 2005

Cuartillas en serie, 1

Había unas repisas de cristal junto a la mesa del comedor. Levantó la cajita y leyó descuidadamente la inscripción lateral: “La administración de este medicamento simultáneamente con bebidas alcohólicas puede resultar letal. Bajo ninguna circunstancia se deberá consumir alcohol durante el tratamiento. En caso de ingestión accidental induzca el vómito y póngase en contacto con los servicios de emergencia. Tenga esta información a la mano”. Nunca había sabido de un medicamento con esa advertencia. Colocó la cajita en la repisa polvorienta sobre el rectángulo que se había marcado durante meses de días polvosos; exactamente a lado de la botella de whisky aún sin abrir.

Recordó alguna cosa de hacía muchos años. Tal vez aquella vez cuando pasó dos días hospitalizado por combinar imprudencialmente un desparasitante con cerveza de barril. Tenía 15 años y pocos asideros. En ese momento sintió un escalofrío, sintió que hacía demasiado tiempo que estaba viviendo horas extras. Solemos durar más de lo que esperamos, más de lo que deberíamos, y a veces vivimos más años que nuestras ilusiones, que nuestras hipotéticas felicidades.
Volvió los ojos a la botella, rasgó con el dedo índice la capa de polvo. Entraba la luz de la tarde por la ventana del apartamento, algún bullicio de voces y ambulancia, un suave ardor de fosas nasales. Todavía olía un poco a comida, a tortillas calentadas en la flama.
Se sentía cansado, revelación y sorpresa. Sintió sus recuerdos como un gran peso a cuestas. Recientemente un sueño le había entibiado un recuerdo que si bien no estaba del todo olvidado, sí muy ignorado. Tenía 19 años, estaba delgado, en destellos se veía un buen futuro como arquitecto. Estaba con Gabriela.
—¿Recuerdas a Gabriela? —se preguntaría a sí mismo en la mañana.
La verdad es que sí la recordaba. Sabía que era hermosa, de cabello rojizo, tez blanca y pecas en el rostro. Él se había enamorado de ella instantáneamente. En el sueño ella traía puestos unos jeans ajustados como los que traía el día que la conoció, una blusa roja de tela delgada y vaporosa. Tenía hoyuelos en las mejillas durante las sonrisas tímidas que sólo dejaba escapar cuando se sentía en confianza. Él la había hecho sentir en confianza. En el sueño se besaban despacio, reconociéndose. Despertó triste. Impotente al no poder recuperar fuera del sueño, en este terreno inexplorado llamado realidad, aquel momento. Supo entonces lo mucho que había amado a Gabriela Rustrián y se sintió estúpido y miserable por haberla perdido para siempre.
En el comedor el paisaje era aterrador. Al esposo le habían volado los sesos disparándole por atrás; trocitos de cerebro y cráneo salpicaban las paredes, el piso y el mantel de plástico; el rostro ya sin rostro había quedado sumergido en una crema amarillenta con granos de elote. La mujer había sido violada sobre la mesa, y, quizá, cuando el violador hubo consumado el acto, le había disparado por la nuca, la bala hizo estallar la frente. La superposición de la sangre y el acomodo final de los cuerpos, parecía indicar que los tres niños fueron obligados a presenciar la violación y los homicidios antes de ser degollados y desangrados hasta morir.

No hay comentarios.: