miércoles, octubre 12, 2005

Jueves

El dolor está por todas partes. Donde quiera que mires, donde quiera que indagues, levantas una piedra y encuentras a un pobre tipo atormentado por el dolor, sintiéndose solo y único y aislado e incomprendido, todo eso. El mundo está lleno de tipos que viajan para olvidar y la tragedia es que se gastan los ahorros de sus vidas, abandonan su estatus, venden el automóvil, pierden el empleo y se van al otro lado del mundo sólo para comprobar con amargura que no pueden olvidar, que el olvido nunca llega por decreto y la distancia mentira que sea un catalizador. Me di cuenta de esto en Oporto. Llegué de noche porque había perdido el tren de la mañana que salía a las siete de Redondela o quizá más temprano, una obscenidad el horario. Pregunté en la ventanilla a qué hora salía el siguiente tren y me dijeron que a las tres y eran apenas las diez de la mañana, así que estuve vagando por Redondela, me metí en un café y fumé algunos cigarros, luego vagué hasta que llegó la hora de subir al tren. Cuando llegué a Oporto me moría de hambre, tenía un dolor terrible en la garganta a raíz de que la noche previa me había dormido con el ventanal abierto y era una noche fría porque cuando yo anduve por allá el invierno más frío en sesenta años azotaba España. Entré a un restaurante y pedí lo único que supe leer en la carta: arroz. Me trajeron un recipiente lleno de arroz caldoso del que pudieron haber comido dos personas hasta hartarse, estaba delicioso, revuelto con frutos del mar, me sirvieron pan y mantequilla, un detalle que los españoles me habían dicho que apreciaban. Me comí todo y lo bajé con un refresco de manzana. Entonces me comenzó a doler una muela, un dolor horrible en el maxilar superior derecho. Llegué como pude al hostal que marcaba la guía. Un tipo gordo y amable me mostró el cuarto y me entregó las llaves. Tenía baño. Me encerré durante dos días, lo que para un viaje a Europa de tres semanas es una putada de tiempo perdido. Sólo salí a comprar algo en la farmacia, apenas me pude dar a entender, el dolor en la muela me impedía incluso hablar. El tipo me vio tan mal que se olvidó de fastidiarme con la receta. Me dio, tras preguntarme con insistencia si mi estómago estaba bien, unas cápsulas azules, grandes, que te provocaban un suave cosquilleo en el rostro pero me quitaron el dolor. Oporto estuvo triste, ni siquiera quise cruzar el río para ir a probar el famoso "vino de Oporto", cuando decidí largarme a Lisboa la ciudad me despidió con una lluvia persistente y molesta. El dolor de garganta seguía y aumentaba, el de muelas a ratos se me aparecía y yo me lo bajaba con una pastilla azul.

Alicia o la triste envoltura de la carne


Para Alicia, obviamente.

En un lejano lugar
Retacado de nopales...
Rodrigo González


Mi amigo presentaba su libro de poemas y en forma no muy efusiva yo había esperado ansioso ese día. El lugar de la presentación era un antrillo de mala muerte: diminuto, sucio, sin ventilación. Cuando se llena, uno no puede moverse y hasta el simple acto de alargar la mano y sacudir la ceniza del cigarro se complica. La mano se escurre entre los cuerpos, como si entrara en una grieta, pide permiso, la ceniza busca un lugar en el piso y cae encima de los zapatos, se enloda con los restos de cerveza y la mano, con un poco de suerte, vuelve a su sitio. Es un lugar hacinado, es feo, la música siempre es igual, pero es nuestro lugar y cuando menos no programan a Cristian Castro ni a Luis Miguel. Hacía poco que habíamos llevado a una amiga de León que no aguantó mucho, que apenas soportó unos quince minutos y mientras estuvo adentro se le notaba la náusea en el rostro; salió de malas, con ganas de vomitar y luego tomar el siguiente camión que la sacara de la ciudad.
Hay veces que no se puede respirar ahí adentro pero se respira.
Cuando llegué no había mucha gente, hasta encontré un lugar en la barra que me permitía ver las piernas de la mujer que arriba, en el tapanco, fumaba, sonreía, intercambiaba frases con alguien que no alcanzo a ver. No me mira y si me mira desvío la mirada. Ahora me he retirado de la dulce concupiscencia de la carne y ya ni siquiera me esfuerzo, aquí estoy por si me necesitan y no por haberme retirado dejaría de saltar sobre una mujer necesitada que requiriera un ameno revolcón, pero de ahí a buscarlo, a jugar a los jueguitos de la seducción, a hacerme el interesante, a desplegar mis ralos plumajes...
Se lo trataba de explicar al gringo que se casó con la hermana del poeta. Le hablaba de mi corazón roto, no sé por qué. Cuando me saludó y me preguntó que cómo estaba, lo primero que se me ocurrió fue decirle que mi mujer, la mujer que había amado locamente durante los últimos cinco años, se había ido a vivir a Los Angeles con un gringo y que eso me tenía triste desde hacía tiempo. No me entendió muy bien.
—Tu novia es de allá? —preguntó como preguntan los gringos, usando sólo un signo de interrogación.
No tenía por qué hablarle de esto y se lo dije, me arrepentí casi al instante; tal vez por ser gringo me pareció justo y correcto quejarme de su compatriota que se llevó lo que yo más amaba.
—Me retiré ya de la tentación. De la triste envoltura de la carne —dije al gringo a manera de conclusión.
No recuerdo bien dónde leí esta frase. Creo que fue en una novela de John Fante pero no podría asegurar que fue allí. Quizá sí, quizá recuerdo a un personaje quejándose en silencio de una mujer, diciendo que lo único que ella tenía que ofrecer era la triste envoltura de la carne.
El gringo no entendió. Por lo general los gringos no entienden, están demasiados seguros de sí mismos como para entender nada. Sin embargo hay algunos como Mike que te caen bien aunque en general los gringos te caigan mal, es sonriente y se esfuerza sinceramente por comunicarse contigo sin esa expresión de condescendencia que sus paisanos ponen ante todo lo que no es americano. Odio a los gringos perdonavidas. Pero Mike me agrada, quizá demasiado. Cuando alguien me agrada demasiado inmediatamente me surge la sospecha de que no lo conozco bien.
El gringo se veía sano, sonreía confiado en sus dientes blancos, confiado en su buena salud, en el yoga, en el tantra o qué sé yo, tal vez en la mota. Cuando lo veo abrazar a Martha —confiado en que lo ama— su esposa y hermana de mi amigo poeta, pienso en lo natural que debe ser enamorarse de un gringo. ¿Cómo podemos competir con ellos? Nosotros, hijos de una generación incierta, de una nación incierta, oprimida por dentro y por fuera, crecidos en las crisis recurrentes, en el progreso que nunca llegó, en el miedo a perderlo todo, otra vez. En cierta forma me entristecía verlos juntos pues me hacían recordar, sentía celos, la imaginaba a ella, ella la mía, con su respectivo gringo mirando la puesta del Sol en Venice Beach. Pinches gringos. Recordé entonces que me quería morir desde hace tiempo. Recordé que pensar en morir era mi forma de consolarme en silencio y para mí; era un pasatiempo como dibujar un mapa. Pensar y planear la forma en que me habría de quitar la vida era mi fantasía recurrente, mi refugio; mi forma personal de ya no luchar contra la situación, cualquier situación, contra la vida que me quedaba y que se había vuelto tan triste.
Pero en el bar la cosa se iba animando. Llegaron muchas mujeres, algunas guapas, otras alocadas. Ya entrada la noche, los presentadores empezaron a leer sus respectivas presentaciones. A grandes rasgos una basura con un par de ideas más o menos originales. Los comentaristas de poesía suelen resultarme muy antipáticos. Los comentaristas de poesía suelen no amar la poesía. Es, por lo general, gente que no se ha formado leyendo poesía sino aprendiendo dizque a comprenderla en las aulas con profesores que tampoco entienden ni aman la poesía. Es más, ni siquiera creo que la poesía deba entenderse, he leído poemas que no entiendo y que sin embargo disfruto mucho. Se disfrutan muchas cosas que no se entienden. Soy tan inteligente.
Uno de los presentadores habló de la métrica, de las formas que se nos han vuelto naturales por tantos siglos de poesía española: el endecasílabo, el octosílabo, el alejandrino. Habló del oxímoron, del hipérbaton, del encabalgamiento. Se ha vuelto natural o es natural al español. No importa. En un momento dejé de escuchar y abstraje al presentador. Recordé mis días en la Universidad, recordé lo tentador que resulta hacer esas digresiones formales y lo interesante que uno se siente explicándose las cosas con el lenguaje propio de su área de estudio. Mientras tanto, en otro lugar del mundo, Mickey Mouse está criando una vaca y en algún otro lugar la gente sigue haciendo poesía para que estos eructitos empleen a tope su cerebro para deshacerse de ella. En fin, cada quien sus uñas.
Sin embargo yo ya había visto a Alicia. La vi desde que entró. Lo más hermoso eran sus ojos, después su boca y al final esa suave armonía que entre ojos y boca era como una música frágil en un cuarto vacío (más tarde descubriría que Alicia también tenía un lunar en el iris). ¿Creí que me miró o me miró de verdad? La seguí con la mirada, descarado. Luego ella leyó su presentación y dijo otras cosas acerca de la poesía de mi amigo, citó un fragmento de una canción de Tom Waits y al final de su lectura citó una de José José. Yo estaba bebiendo cerveza, todo el tiempo, una tras otra que es la forma adecuada de beber cerveza.

La noche siguió sin sobresaltos, hablé con una mujer que se largó minutos después excusando un compromiso y afuera del baño conocí a un tipo que era algo así como chef; le hablé de lo mío: hacer poesía, escribir cuentos y vender seguros, porque se puede hacer todo esto sin creer en nada de esto, se puede ser la sombra de un futuro posible, de un buen hombre posible que se perdió en el camino: ahora sigo solo, agregué, pero tampoco entendió; hace mucho que la gente no entiende nada.
A eso de las doce de la noche el sitio estaba lleno. El Dj ponía los mismos discos de siempre y la gente se emocionaba con las mismas canciones de siempre.
A dos pasos de mí, entre la multitud, vi a mi amigo Fermín tratando de ligar con la directora de una revista de bajo presupuesto y baja calidad, la directora y la revista. Me acerqué a ellos. Ella se fijó en mi corbata y cuando mi amigo le mencionó que yo también escribía poesía ella señaló mi atuendo y dijo que así no parecía ser poeta. Claro, debo usar huaraches, jorongo, pantalones de mezclilla o manta, morralito de lana, cigarrillo colgando de la comisura de los labios para subrayar el desprecio que siento por el mundo, boina con estrellita y barba de varios días, si no, es que soy un analfabeta. Claro, le dije, yo ni siquiera sé leer.
—Este güey, —dije señalando a Fermín —dice que soy poeta porque me quiere.
Por mi mente se paseó Pessoa en un tranvía, con un traje negro y corbata de moño, con su delgadez de alcohólico viejo y el sombrero negro como una ave de la zozobra posada sobre su cabeza privilegiada. Claro, los poetas. Vestido así no se puede ser poeta, Yocelín.
Usar saco y corbata me libera un poco de la jeringonza de los intelectuales. Como piensan de inmediato que la corbata ha exterminado todas mis neuronas se tienen que esforzar para explicarme sus ideas de manera sencilla y en general se abstienen de abordar temas profundos o de hacer digresiones personales. Si son tan inteligentes serán capaces de hacerle entender las ideas sublimes que sus deslumbrantes cerebros conciben a un idiota como yo. Al final, Yocelín, a quien le gusta dormir desnuda, acabó en la cama del Ronch y mi amigo Fermín se tuvo que conformar con la vida triste y los rituales de emborracharse hasta perder el conocimiento.

Recuerdo del Rockefeller Center. Había una mujer muy hermosa sentada en una de las mesas del Starbucks. Me miró, no por mucho tiempo, apenas una mirada de esas que pasan y sin embargo se quedan con ganas de regresar, pero no lo hacen. Alicia tenía esa mirada con-ganas-de-quedarse, pero estaba muy ebria, se caía. Apoyada en la barra tomó una de las botellas de cerveza y se bebió los restos. Como ya estaban a punto de cerrar el local no me querían vender más cerveza. Yo me sentí entusiasmado, pensé que me gustaba mucho aquella mujer y pensé que me recordaba en cierta forma a aquella otra que ahora se asoleaba en mis playas de California.
En algún momento de la noche Fermín y yo habíamos intentado acercarnos a unas vascas que bailaban y daban narizazos a los descuidados que pasaban cerca. No nos hicieron caso. Mi amigo Fermín no es muy bueno en esto de ligar. Yo, en cambio... No creo que se deba a su halitosis, no creo que sea su hediondez de sobaquina ni la costumbre que tiene de escupir cuando habla. Conozco a tipos peores que siempre están rodeados de mujeres y a hombres muy finos, como yo, que siempre estamos solos. Debe ser otra cosa pero no sé qué es, acaso esta imbecilidad galopante que aunque se oculte se nota.
Fermín le dijo a una mujer que no conocía: “tú me gustas, ¿quieres coger?” Eso fue hace tiempo, la mujer se rió y se puso roja pero al final no le dijo ni su nombre ni mucho menos cogieron.
Me quedaba una última cerveza. Alicia vino hasta donde yo estaba. No me la pidió, tomó la cerveza de la barra y se la llevó a los labios.
—Tienes una vibra muy chida —dijo.
—¿Y eso cómo se nota? —pregunté, claro, haciéndome el interesante.
—Tu actitud, tus ojos —dijo moviendo la mano en círculos también haciéndose la interesante..
—Gracias, tú me gustas —dije, pensé decir lo otro pero me contuve.
—Me voy a suicidar —dijo... señores, disculpen al violinista, es virtuoso pero pobre y las viejas cuerdas se le rompen.
Le dije que yo también me iba a suicidar pero no pareció escucharme. En ese momento me debí largar a cualquier otro sitio, irme a dormir a casa, al día siguiente debía trabajar muy temprano. Pero permanecí a su lado. Lo malo de ser un discapacitado emocional es que uno cae siempre en las garras de mujeres así.
Yo empecé a seguirla como perro faldero, cuando sospechaba que se iba le preguntaba ¿te vas a ir? Ella no parecía hacerme mucho caso aunque sé que en el fondo estaba atenta a mis movimientos. Mi amigo Fermín, mientras tanto, hacía su luchita con una rubia bastante guapa y ya bien entrada, muy bien entrada por cierto, en los treinta. Ambas, la rubia y la suicida, eran amigas y en algún momento la rubia vino a buscar a su amiga a donde yo estaba, “¿No has visto a Alicia?” Preguntó. Cuando al fin la encontró, me pareció que la trató de convencer de que ya era hora de partir. Alicia a ratos me buscaba, pero lo hacía como si se preguntara si no había olvidado algo “¿No me venía siguiendo algo?” Por un rato la perdí de vista y creí que se había largado. Vino Fermín.
—¿La viste? Me dijo que no la intentara seducir —dijo, siguiendo a la rubia con la mirada en su trayecto hacia el baño.
—Claro, para qué la vas a seducir si ya la conquistaste.
—Ah, yo pensé que lo decía porque no quería que me molestara en algo que no iba a funcionar.
—No, Fermín, no seas menso, aviéntese, aviéntese. Te dijo que no lo intentaras porque ya lo lograste... y sin querer —lo sé, soy un buen amigo.

En el taxi las cosas empezaron a descomponerse con Alicia conforme dejaba de ser la desconocida lejana y se convertía en la loca que mi amigo el poeta me había advertido que era. Habíamos tenido la oportunidad de irnos en algún auto de algún amigo pero la princesa prefirió un taxi. Fue hablando con el taxista, dijo que ella había sido taxista, por supuesto que no aquí, en París o en Viena; recordó un poema suyo.
—¿Quieres escucharlo? —preguntó.
Yo asentí.
Lo recitó lento y con la voz afectada por las interferencias del recuerdo que no se recuerda bien, de la memoria que de pronto se olvida de memorizar. Me preguntó si lo había entendido. Le dije que no. Iba a soltarle mi teoría acerca de la comprensión de la poesía pero ella saltó a otra cosa, se le ocurrió detenerse en una tienda a comprar cervezas. Ella quería pagarlas y yo no lo permití. Gasté los últimos pesos que traía en la cartera. Mi mala educación.
—¿Quieres saber como me voy a suicidar? —preguntó ya de vuelta en el taxi.
—Sí. Dame ideas—. La verdad es que yo no quería saber cómo se iba a suicidar pero hubiera dado lo mismo cualquier respuesta.
—Mi padre es médico, —dijo —tengo seis ampolletas de morfina que le robé.
Cuando menos, si no te mueres, te divertirás bastante, pensé.
—Y tengo otra ampolleta con cianuro —(claro, ampolleta de cianuro, está en el botiquín de cualquier médico) agregó. —Primero me voy a inyectar la morfina, luego el cianuro. Es una muerte segura y sin dolor.
Por mi mente pasó Alicia, mi pobre Alicia, dando traspiés en un cuarto de hotel, pasadísima tras meterse unos cuántos mililitros de morfina. Pero lo peor era el lugar en el que me ponía su proyecto: “Ella cree que yo soy tan estúpido como para creer que la morfina se guarda en el botiquín del baño como las aspirinas y, ¡no mames!, no hay ampolletas de cianuro”.
—Me voy a ir a Oaxaca, quiero morir en Oaxaca, en la playa. —Concluyó.
En el trayecto rumbo a casa del poeta, rumbo a la post fiesta, supe muchas cosas de Alicia. Tenía un hijo de ocho años llamado Rubén o Arturo o Bruno. Ella decía tener 45 años y decía tener una mariguana muy buena esperándola en su casa, “puras colitas”. Tarareaba a Tom Waits, era gran fan de Tom Waits aunque sólo se supiera una estrofa y mal. Otra gran maravilla de mi personalidad es que la gente suele pensar de inmediato que puede venir a sorprenderme, parecer un poco idiota, o un mucho, yo no lo decido, tiene la ventaja de que la gente suele irse de boca con las apariencias. Es una ventaja porque me divierto mucho con todos los hilos negros que me muestran, con todos esos espejitos que quieren intercambiar por oro.
El taxista iba muy divertido, Alicia iba muy ebria y decidió invitarlo a la casa. Eso no me perdonó la tarifa de cien pesos que le tuve que pagar al amigo por el trayecto que es largo.

Mi amigo poeta tiene una casa hermosa. Hay mucha basura y muchos pequeños detalles del olvido y el descuido incrustados en cada vista que uno tiene del lugar. La parafina coagulada sobre las botellas vacías de vino, los cuadros, las calaveras, el papel picado de una ofrenda que celebra la muerte cotidiana, un armario desvencijado lleno de tiliches por dentro y por fuera, un comedor, un hueso que cuelga del techo y es de carnaza, un refrigerador ominoso que irremediablemente guarda algún jamón podrido que los incautos devoramos durante los monchis; hay espejos manchados y largos sillones como durmientes y sobre ellos los rieles de nuestras vigilias pachecas. Hay una bolsa de mariguana en el comedor y un pasillo misterioso que desemboca en la sala y emboca en parejas desnudas sorprendidas por la cruda y el mediodía.
Nos sentamos alrededor de la mesa. Alicia ya estaba sentada muy pegadita a lado del amigo taxista: “Eran las diez con cuarenta piloteaba mi nave”. En algún momento Alicia preguntó por el pendejo que le había pagado el viaje y las chelas. Iba a decir “aquí estoy” pero no hubiera hecho ninguna diferencia. Algunos me miraron con compasión, como diciendo pobre güey. Fermín se rió de mí.

Me retiré a mi casa a tratar de olvidar que era miércoles y al día siguiente había que entrar muy temprano a las minas de sal. No supe más de Alicia, no le pude decir que si necesitaba ayuda en su proyecto de vida yo podía viajar con ella a Oaxaca ni le expliqué por qué no podía comprar un seguro para proteger a sus dependientes si se suicidaba. No supe más de Alicia hasta varios meses después cuando reencontré al poeta escribiendo en un bar.
Alicia primero había desaparecido. La habían buscado por todos lados y casi por accidente se enteraron de que su cuerpo apareció flotando entre las olas de una playa desierta en Guerrero.
—¿En Guerrero?
—En Guerrero —confirmó el poeta —la encontraron unos pescadores. Luego ya nos enteramos que también la habían reportado como desaparecida en Mazunte los dueños de la cabaña donde se hospedó.
El cuerpo había hecho el largo viaje costero hasta Guerrero. Había permanecido varias semanas en el servicio médico forense y debió ser un shock para los familiares que la tuvieron que ir a reclamar encontrarse con el cuerpo tan descompuesto después de tanto navegar. Una pena. Una verdadera pena.


Yo sólo sé que no se nada, ora que si insiste, pues échese un clavado y después no diga que no se le advirtió. Aquí no hay nadie que la vaya a sacar si la agarra una corriente o se estrella con las rocas. Mire, allá abajo se mató mi sobrino, y eso que era pescador, estaba fuerte y era buen nadador, imagínese, si él se mató... no señorita, aquí no se nada. Pero Alicia no hizo caso.

domingo, octubre 09, 2005

COSAS HORRIBLES

Despertar un domingo con la luz del sol en la cara, darse cuenta de que uno está enamorado y descubrir que la persona amada hace más de un año que se fue.

Breve ensayo sobre la pesera

Está ciudad se caracteriza por la omnipresencia de la fealdad. El otro día, encarrilado en ejercicios del ocio, inventé un método para medir la fealdad de una ciudad, es un poco ingenuo pero igual nos sirve para darnos idea. Consiste en salir a la ciudad, subirse al transporte público (para vivir el transporte público en esencia hay que subirse a un pesero o pesera —algunos las siguen llamando “combis” aunque ahora es raro ver una “combi”); ya a bordo de la unidad, ver el mundo que se despliega frente a nuestros ojos, leer los letreros, mirar a los conductores, la gente, el paisaje; que el objetivo final de este viaje sea la realización de alguna diligencia importante en el centro de la ciudad y tener que llegar a cierta hora ayuda mucho en este ejercicio observación (entiéndase como prestar atención a lo que experimenta cada sentido y tomar nota mental de ello); durante el trayecto uno debe decir la palabra fealdad cada vez que se le aparezca algo feo y belleza cada vez que se vea algo bello. Haga cada quien su experiencia, yo casi no dije belleza, la proporción fue algo así como 8 fealdades por 2 bellezas.
Uno de los inventos más curiosos que ha producido esta ciudad —o quizá la ciudad en general porque en películas he visto que otras ciudades tienen sus equivalentes— es la pesera. Yo nací en 1976 (aquí iba a poner un barroquismo del tipo “yo nací a inicios de la segunda mitad de los años setenta) y mis primeros recuerdos de la ciudad me hacen sospechar que la situación entonces no era tan caótica como lo es ahora. Con un pequeño esfuerzo puedo recordar tiempos en los que el transporte público subsidiado por el gobierno no era aún tan relegado de las calles. Había unos horribles transportes amarillos de la ruta cien que echaban humo y eran igual de incómodos y hacinados, pero tenían una red que cubría prácticamente toda la ciudad y como padecían vicios similares pero homogéneos (los choferes eran sindicalizados, tenían que usar uniforme pero tenían seguro social y eran empleados del gobierno con un sindicato, parecían todos iguales —y creo que en esencia lo eran) uno podía acostumbrarse y calcular los riesgos con un sesgo tolerable; paulatinamente estos camiones se fueron volviendo viejos dinosaurios que habían abierto y explorado las rutas de gran parte de la ciudad y lugares que entonces eran remotos. Por ejemplo, cuando se subía por el poniente hacia el Desierto de los Leones por Las Aguilas a bordo de un camión que dijera Axomiatla, cerca de Barranca del Muerto, había un largo trayecto despoblado, uno sentía que salía de la ciudad y se iba al campo. A mediados de los 90 esto había terminado. Y aquí no tienen la culpa las peseras, sino el gusto que tenemos los mexicanos por reproducirnos y aglomerarnos.
Estos dinosaurios de la ruta cien resistieron los embates de su deterioro hasta que algunos prácticamente se desintegraron en vía pública. Ya para entonces se nos había ocurrido que era la mejor idea del mundo permitir que cualquiera con suficiente cabeza para hacer un trámite de crédito pudiera ser un microempresario (microempresario viene del latín microbus del que también deriva microbio) del transporte de la ciudad. Mucha gente hizo su agosto aunque estoy seguro que los más beneficiados fueron los concesionarios que empezaron a producir y vender las combis y a comercializar las novedosísimas micros que tardaron poco en volverse lo que ahora son; el negocio era perfecto: construir cajas de lámina con motor, corrales motorizados con lo básico para que un ser humano pueda viajar sentado y torcido y llenar la ciudad sin piedad. Estos fabricantes estaban vendiendo a cada nuevo entusiasta del transporte a veces más de una unidad, hubo así familias que se llenaron de unidades y con esto le dieron trabajo a cada miembro masculino de la familia apenas cumpliera los dieciséis. Tengo el presentimiento de que todas estas familias dejaron de enviar a sus hijos a la escuela, “ya no va a tener que estudiar” decía el orgulloso padre, “tiene el futuro asegurado, cuando tenga edad que agarre la micro viejita”. Esto provocó una generación de analfabetos al volante que apenas cumplidos los dieciséis salieron a conquistar el asfalto a bordo de La viejita equipada con sonido cuadrafónico digital con surround y dolby stereo.
Quizá era una moda, yo tengo un tío que es prácticamente sordo y un poco retrasado que se compró una unidad en Ecatepéc. Me pregunto si el problema actual tendrá alguna solución. Lo veo lejano y sólo posible tras un proceso muy tortuoso por lo cual recomiendo mejor la resignación. Cada vez que uno se sienta vejado por la institución peseril debe pensar que ese denostado vehículo le está dando empleo a un tipo que si no estuviera al volante sería un delincuente o estaría ocupando, inútilmente, una aula universitaria. Debe pensar uno en el liberalismo, la libre empresa, la democracia. A veces los veo tan contentos mientras nos deleitan con su sonido Mahaui 3Z 600 que me puedo imaginar a un niño diciéndole a su mamá: “De grande quiero manejar una pesera”.