sábado, junio 28, 2008

Bitacora del torrero (no fechado)

A Mauricio Montiel Figueiras

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Este no es el mundo en que crecí, este no es el mundo que solía llamar hogar. Esta es la pendiente de la vida, la muerte reclamando su terreno, esta es la época oscura, éste es el fin. Mi trabajo es contemplarlo, esperarlo.
Ayer por la noche las mujeres del pueblo salieron a la calle golpeando las sartenes contra las ollas, las cucharas contra las ollas, las palas contra las ollas. El viento trajo el griterío que recorrió los dos kilómetros a la costa y me despertó. La mujer a mi lado dormía profundamente y no pareció importarle, apenas lo notó, balbuceo un nombre y se recostó bocabajo. Sentado en el borde de la cama jalé las cobijas y le descubrí el trasero, era un lindo culo.
La mandó la central, yo no sabía que hacer cuando la vi bajar del bote mensajero, nadie me había advertido y aunque desde hacía varios meses que solicitaba explícitamente en mis cartas que no enviaran más este servicio, algo en la frialdad de mis líneas dejó traslucir un desequilibro incipiente y no había otra forma que prevenirlo o verificarlo que con una puta espía: el razonamiento vertical y torpe de la compañía.

Era curioso, porque hasta donde sé nunca he tenido impulsos asesinos, sin embargo mientras subíamos al faro para mostrarle la vista del mar y la bahía de rocas tuve un pensamiento invasivo: y si la arrojara por el cilindro que se forma al centro de la escalera de caracol, sólo era una puta que yo no deseaba conocer, una bolsa extractora de semen, un receptáculo de lascivia acumulada, un trapo; largas erecciones solitarias sin reclamo pedían ejecutar un acto irracional y caprichoso, sólo podía pensar que sería divertido: un gratuito acto de libertad.
El contrato estipulaba que dos veces al mes podíamos gozar de este “servicio”. Llegaba de todo, algunas bastante viejas, otras tullidas, otras marcadas de viruela, algunas sólo tenían energías suficientes para sentarse en la silla y lloriquear sus infortunios, sus familias infernales, las marcas de violencia, los abortos mal hechos, el maltrato de los padrotes de la compañía, varias veces les perdonaba el servicio pero cuando les decía que tenían que irse a dormir al almacén del sótano ponían cara de espanto y de haber sido defraudadas, entonces se ponían melosas, arreglaban un poco el cuarto, lavaban trastos inservibles de tanto salitre acumulado durante decenios, se dejaban hacer cualquier cosa con tal de dormir en mi cama que, aunque mala, era mejor que el helado y húmedo cuarto del almacén, con su olor a arenques y alga seca pegada con sal en cada rincón, las ratas cuchicheando en cada caja, en la mesa que servía también de cama de visitas inesperadas, el olor a rancio a amoniaco y ácido acético.
A nadie le importaba un pito el destino de estas pobres mujeres, lo mismo que nosotros los que pasamos en la torre largos años soñando con volver al hogar de la infancia primero y con reunir el valor suficiente para saltar de la torre y alimentar a los arenques con los sesos, después. A veces a algún torrero se le había ido la mano con alguna y cuando llegaba el barco y los tripulantes veían el triste estado de la mujer, preferían arrogarla al mar en el camino de regreso con unas buenas cadenas atadas a los tobillos. Algunas ni siquiera oponían resistencia. Por fortuna esto no sucedía demasiado, sólo con algunos tipos de carácter más frágil que la compañía no detectaba oportunamente. La policía sabía todo e incluso a veces de las galeras sacaban a alguna puta que daba problemas y la enviaban acá con la esperanza de que no volviera nunca a tierra. Si moría, la compañía daba alguna propina al jefe y este se ocupaba de la versión oficial y el papeleo que por lo general a nadie le importaba, no había familia que reclamara el extravío de la hija, nada, cerillas para apagar el fuego de la soledad del torrero.
No pareció provocarle emoción alguna la vista desde el faro, se ofreció a cocinar algo para la cena y me di a la tarea de mostrarle los rudimentos de nuestra cocina.

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