miércoles, octubre 12, 2005

Jueves

El dolor está por todas partes. Donde quiera que mires, donde quiera que indagues, levantas una piedra y encuentras a un pobre tipo atormentado por el dolor, sintiéndose solo y único y aislado e incomprendido, todo eso. El mundo está lleno de tipos que viajan para olvidar y la tragedia es que se gastan los ahorros de sus vidas, abandonan su estatus, venden el automóvil, pierden el empleo y se van al otro lado del mundo sólo para comprobar con amargura que no pueden olvidar, que el olvido nunca llega por decreto y la distancia mentira que sea un catalizador. Me di cuenta de esto en Oporto. Llegué de noche porque había perdido el tren de la mañana que salía a las siete de Redondela o quizá más temprano, una obscenidad el horario. Pregunté en la ventanilla a qué hora salía el siguiente tren y me dijeron que a las tres y eran apenas las diez de la mañana, así que estuve vagando por Redondela, me metí en un café y fumé algunos cigarros, luego vagué hasta que llegó la hora de subir al tren. Cuando llegué a Oporto me moría de hambre, tenía un dolor terrible en la garganta a raíz de que la noche previa me había dormido con el ventanal abierto y era una noche fría porque cuando yo anduve por allá el invierno más frío en sesenta años azotaba España. Entré a un restaurante y pedí lo único que supe leer en la carta: arroz. Me trajeron un recipiente lleno de arroz caldoso del que pudieron haber comido dos personas hasta hartarse, estaba delicioso, revuelto con frutos del mar, me sirvieron pan y mantequilla, un detalle que los españoles me habían dicho que apreciaban. Me comí todo y lo bajé con un refresco de manzana. Entonces me comenzó a doler una muela, un dolor horrible en el maxilar superior derecho. Llegué como pude al hostal que marcaba la guía. Un tipo gordo y amable me mostró el cuarto y me entregó las llaves. Tenía baño. Me encerré durante dos días, lo que para un viaje a Europa de tres semanas es una putada de tiempo perdido. Sólo salí a comprar algo en la farmacia, apenas me pude dar a entender, el dolor en la muela me impedía incluso hablar. El tipo me vio tan mal que se olvidó de fastidiarme con la receta. Me dio, tras preguntarme con insistencia si mi estómago estaba bien, unas cápsulas azules, grandes, que te provocaban un suave cosquilleo en el rostro pero me quitaron el dolor. Oporto estuvo triste, ni siquiera quise cruzar el río para ir a probar el famoso "vino de Oporto", cuando decidí largarme a Lisboa la ciudad me despidió con una lluvia persistente y molesta. El dolor de garganta seguía y aumentaba, el de muelas a ratos se me aparecía y yo me lo bajaba con una pastilla azul.

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