domingo, octubre 09, 2005

COSAS HORRIBLES

Despertar un domingo con la luz del sol en la cara, darse cuenta de que uno está enamorado y descubrir que la persona amada hace más de un año que se fue.

Breve ensayo sobre la pesera

Está ciudad se caracteriza por la omnipresencia de la fealdad. El otro día, encarrilado en ejercicios del ocio, inventé un método para medir la fealdad de una ciudad, es un poco ingenuo pero igual nos sirve para darnos idea. Consiste en salir a la ciudad, subirse al transporte público (para vivir el transporte público en esencia hay que subirse a un pesero o pesera —algunos las siguen llamando “combis” aunque ahora es raro ver una “combi”); ya a bordo de la unidad, ver el mundo que se despliega frente a nuestros ojos, leer los letreros, mirar a los conductores, la gente, el paisaje; que el objetivo final de este viaje sea la realización de alguna diligencia importante en el centro de la ciudad y tener que llegar a cierta hora ayuda mucho en este ejercicio observación (entiéndase como prestar atención a lo que experimenta cada sentido y tomar nota mental de ello); durante el trayecto uno debe decir la palabra fealdad cada vez que se le aparezca algo feo y belleza cada vez que se vea algo bello. Haga cada quien su experiencia, yo casi no dije belleza, la proporción fue algo así como 8 fealdades por 2 bellezas.
Uno de los inventos más curiosos que ha producido esta ciudad —o quizá la ciudad en general porque en películas he visto que otras ciudades tienen sus equivalentes— es la pesera. Yo nací en 1976 (aquí iba a poner un barroquismo del tipo “yo nací a inicios de la segunda mitad de los años setenta) y mis primeros recuerdos de la ciudad me hacen sospechar que la situación entonces no era tan caótica como lo es ahora. Con un pequeño esfuerzo puedo recordar tiempos en los que el transporte público subsidiado por el gobierno no era aún tan relegado de las calles. Había unos horribles transportes amarillos de la ruta cien que echaban humo y eran igual de incómodos y hacinados, pero tenían una red que cubría prácticamente toda la ciudad y como padecían vicios similares pero homogéneos (los choferes eran sindicalizados, tenían que usar uniforme pero tenían seguro social y eran empleados del gobierno con un sindicato, parecían todos iguales —y creo que en esencia lo eran) uno podía acostumbrarse y calcular los riesgos con un sesgo tolerable; paulatinamente estos camiones se fueron volviendo viejos dinosaurios que habían abierto y explorado las rutas de gran parte de la ciudad y lugares que entonces eran remotos. Por ejemplo, cuando se subía por el poniente hacia el Desierto de los Leones por Las Aguilas a bordo de un camión que dijera Axomiatla, cerca de Barranca del Muerto, había un largo trayecto despoblado, uno sentía que salía de la ciudad y se iba al campo. A mediados de los 90 esto había terminado. Y aquí no tienen la culpa las peseras, sino el gusto que tenemos los mexicanos por reproducirnos y aglomerarnos.
Estos dinosaurios de la ruta cien resistieron los embates de su deterioro hasta que algunos prácticamente se desintegraron en vía pública. Ya para entonces se nos había ocurrido que era la mejor idea del mundo permitir que cualquiera con suficiente cabeza para hacer un trámite de crédito pudiera ser un microempresario (microempresario viene del latín microbus del que también deriva microbio) del transporte de la ciudad. Mucha gente hizo su agosto aunque estoy seguro que los más beneficiados fueron los concesionarios que empezaron a producir y vender las combis y a comercializar las novedosísimas micros que tardaron poco en volverse lo que ahora son; el negocio era perfecto: construir cajas de lámina con motor, corrales motorizados con lo básico para que un ser humano pueda viajar sentado y torcido y llenar la ciudad sin piedad. Estos fabricantes estaban vendiendo a cada nuevo entusiasta del transporte a veces más de una unidad, hubo así familias que se llenaron de unidades y con esto le dieron trabajo a cada miembro masculino de la familia apenas cumpliera los dieciséis. Tengo el presentimiento de que todas estas familias dejaron de enviar a sus hijos a la escuela, “ya no va a tener que estudiar” decía el orgulloso padre, “tiene el futuro asegurado, cuando tenga edad que agarre la micro viejita”. Esto provocó una generación de analfabetos al volante que apenas cumplidos los dieciséis salieron a conquistar el asfalto a bordo de La viejita equipada con sonido cuadrafónico digital con surround y dolby stereo.
Quizá era una moda, yo tengo un tío que es prácticamente sordo y un poco retrasado que se compró una unidad en Ecatepéc. Me pregunto si el problema actual tendrá alguna solución. Lo veo lejano y sólo posible tras un proceso muy tortuoso por lo cual recomiendo mejor la resignación. Cada vez que uno se sienta vejado por la institución peseril debe pensar que ese denostado vehículo le está dando empleo a un tipo que si no estuviera al volante sería un delincuente o estaría ocupando, inútilmente, una aula universitaria. Debe pensar uno en el liberalismo, la libre empresa, la democracia. A veces los veo tan contentos mientras nos deleitan con su sonido Mahaui 3Z 600 que me puedo imaginar a un niño diciéndole a su mamá: “De grande quiero manejar una pesera”.

1 comentario:

fbf dijo...

Yo quiero manejar un micro cuando tenga edad.
Espero contar con tu apoyo, hasta podríamos entra a la misma ruta. Imagina que divertido sería; gritándonos de camión a camión, llevar a nuestras pollitas a un lado o bien sentadas en ese pequeño y ridículo asiento delantero.
Yo te rolaría el “Sensacional de barrios”, el “Almas perversas”, “Colegialas insaciables” y demás entretenidas y soeces lecturas.
Sería divertido amigo…