martes, julio 26, 2005

fragmento

Cuando mi mujer me veía abatido solía decirme, ¿por qué no te suicidas? Decía que podíamos hacerlo parecer un accidente y así ella podría cobrar el seguro. Toda una vida de trabajo para que al final valgas más, para la gente que te rodea, muerto que vivo. Luego nos divorciamos y ella se quedó con Sofía, más bien Sofía se quiso quedar con ella y yo no hice nada por convencerla de lo contrario. Ahora Sofía tiene 24 años y hace más de tres meses que no sé de ella, tal vez pase un año o más sin verla, así es ella, tiene breves períodos de nostalgia y me recuerda, me llama entonces y desaparece.
Hoy me siento abatido y no tengo mujer a mi lado. El terrible momento de la vida cuando todo se inclina hacia el abandono. Yo sé que es terrible oír a un viejo quejarse. Pero qué más da, un viejo es por antonomasia un quejumbroso.
Allá al fondo, hacia delante, está el hoyo, y allá atrás el otro hoyo. La vida es un hoyo. Qué son los ojos sino hoyos, de un hoyo salimos al hoyo vamos, los hombres nos pasamos la vida buscando donde meter el hoyo de la punta de la verga en el hoyo de la mujer que según Freud es el de la madre, Freud veía la cochinada en todos lados. Las mujeres expulsan hoyos en el parto, una nueva vida es un nuevo hoyo que se va cavando.
Hoy sentí que moría. Fue en el supermercado. Como soy viejo y achacoso voy al supermercado a caminar, es un lugar seguro y uno va recargado cómodamente en el carrito que hace las veces de andadera. Deambulé por los pasillos. Traía en la cartera suficiente dinero para llenar toda la despensa y esa era mi intención; sentí pena de pensar en doña Jovita, la portera, que siempre que me ve llegar con el mandado se empeña en ayudarme a subir las bolsas y yo que a la mera hora no soy capaz de resistirme a sus exigencias, doña Jovita tendrá unos cincuenta años, pero ella cree que le llevo más de treinta años y así me trata. Es quizá su forma de sentirse lejos de la decrepitud, no sabe lo poco que le falta, Al final yo la dejo cargar, total son dos pisos, veintiocho escalones que algún día me mataran: esos pliegues asesinos de la Tierra. Pero hoy va a sudar, pensaba yo mientras revisaba sólo por curiosidad los juegos de sábanas y los almohadones de colores chillantes. Como odio a esos viejos rodeados de cosas nuevas; veía el departamento de blancos con mucha curiosidad. Al cabo de una hora de deambular el carrito estaba lleno. Luego de llenar una bolsa de teleras que suelo acompañar con crema alpura y azúcar mientras veo el box o algún programa gringo sobre animales, me encontré frente al carrito de tamales, como andaba en ayunas tome una de las muestras, era de chicharrón prensado, lo mastiqué poco y se me atoró en el gaznate, sentí venir la tos terrible y me llevé el trozo de tamal que quedaba entre mis dedos, un clavo empuja otro clavo, me dije. Los ojos llorosos, los puntitos voladores, los brazos adoloridos, la maniobra jamlich que el policía ejecutó sobre mi esternón para salvarme la vida. Es de lo más jodido deberle la vida a un policía. Hasta una ambulancia llegó. Me tomaron el pulso, los ojos, las orejas.
Luego de todo esto llegué a la caja y la cartera había desaparecido del bolsillo de mi saco.

Sofía tiene un hijo que según las convenciones es mi nieto; en realidad es una criatura detestable que no tiene nada mío y en cambio posee y ejecuta todo el autoritarismo de su madre que a su vez lo tomó de su madre. El engendro se pasea por el apartamento con toda libertad y si no fuera porque la ley lo prohíbe desde hace mucho, desde aquí del escritorio, le apuntaría con la treinta y ocho y probaría mi tino.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo saludo mi generoso amigo. Todo lo demás que escribiese, sonaría a palerismo, porque la neta, me gustaron.

Te escribo en este, porque regresé a él un par de veces.

Desde un refugio entre los nacidos para perder
Pues yo